miércoles, 18 de febrero de 2009

Una firma es poca cosa

Cada mañana, como tantos miles de personas, suelo tomar el metro para llegar a la oficina. Un trayecto de una media hora que, a veces, resulta de lo más interesante. Como mínimo me permite tomarme un tiempo precioso para leer o para organizar la jornada. Y, en contadas ocasiones, me ofrece situaciones que me dan que pensar.

influyendo en otros

Fue sólo hace unos días cuando en el recorrido de la línea 6, calculo que en la estación de Sainz de Baranda, subieron al vagón un trío de individuos que, por las señales que iban desplegando, se aprestaban a pedir algo a la concurrencia y no dinero, precisamente.


Su primer movimiento fue sospechoso: se distribuyeron estratégicamente a lo largo del vagón con lo que tenían controlado al personal, al menos visualmente.
Una vez colocados, el líder del grupo sacó de su mochila uno de esos aparatos que sirven para amplificar el sonido de la voz (siempre me viene la palabra gramófono pero creo que se llama megáfono) y se aprestó a explicar su demanda.
En un tono sereno pero firme relató a su audiencia itinerante su petición de una forma bien construida y con cierta credibilidad. Al terminar, explicó, sus compañeros pasarían por el vagón para recoger el objeto de su demanda, que no era otra cosa que una firma.
No le fue mal al grupo. Calculo que el veinticinco por ciento de los viajeros aceptaron la petición, estamparon su firma, de una manera natural y sin presión aparente. Yo diría que unas 15 personas firmaron el papel y teniendo en cuenta que “únicamente” requerían 15.000 firmas para lograr su objetivo sólo necesitarían contar su historia unas 999 veces más, suponiendo que hubieran empezado por mi vagón y que ésta fuera la única forma de lograr firmas.

Supongo que alguien tendrá curiosidad por saber qué se planteaba, para qué eran las firmas y cómo se realizó la petición, propiamente dicha.

No me extenderé mucho pero contaré que nuestros amigos, dos chicas y un chico jóvenes, representaban a un partido político minoritario cuya intención era presentarse a las próximas elecciones al Parlamento Europeo. Para lograrlo debían recabar el número de firmas antes mencionado y su discurso se centraba, sobre todo, en llevar a más altas instancias la preocupación por el hambre en el mundo y el cuidado del medio ambiente.
De manera natural, el líder del grupo, una de las chicas, elaboró su discurso jugando con algunos principios de la persuasión, aunque con éxito relativo.

Para empezar, trató de influir en los demás utilizando el bien conocido principio de la consistencia, o cómo ser consecuentes con nuestros pensamientos e intereses. Así, el mensaje que nos dirigía la portavoz se centraba en la pregunta ¿hay alguien de los aquí presentes que esté en contra de que se acabe el hambre en el mundo y de que se preste la máxima atención al medio ambiente? Y si todos sois de la misma opinión, ¿qué vais a hacer para remediarlo? Y a continuación, nos mostraba un modo, sencillo y eficaz, de actuar de acuerdo a nuestras creencias. Una simple firma.
¿Alguien puede negarse a firmar en un papel, actuando en contra de sus intereses y teniendo en cuenta que una firma no compromete a nada, en esta situación particular?

Pues un 75% de los presentes se negaron.

Observando el comportamiento de los viajeros cuando uno de los peticionarios se acercaba a recabar la firma, di con algo interesante. Casi todo el mundo estaba pendiente de lo que hacían los demás. Quien firmaba y quien no.

En el vagón se dieron dos circunstancias curiosas. Por un lado, en una parte del vagón prácticamente no se recogieron firmas y, sin embargo, en otro de los sectores casi todo el mundo firmó. ¿Por qué? Según el principio de validación social, para tomar una decisión en una situación de incertidumbre en la que contamos con poca experiencia, solemos dejarnos llevar por la actuación de los demás, de la mayoría. Es decir, si mis vecinos firman yo también lo hago, ya que si otros lo han hecho debe ser por algo y el riesgo debe estar controlado. Si, por el contrario, no veo a nadie que firme me sentiré inclinado a no firmar, aunque ello atente contra mis intereses.

Seguramente, si la campaña de recogida de firmas hubiera contado con un experto conocedor de los resortes de la influencia, el éxito hubiera sido mayor incluso cercano al 100% de firmantes.

Probablemente, este experto habría situado cebos a lo largo del vagón, a compinches que, emplazados estratégicamente, fueran los primeros en ofrecerse voluntarios para estampar su firma. Los viajeros de alrededor, con poca presión más, seguirían el ejemplo.
También es de suponer que habría aplicado, de alguna manera, el principio del contraste. Hubiera ofrecido dos opciones a los viajeros. Por ejemplo, solicitándoles un donativo de 5 euros, por un lado, o la firma, por otro. La firma, en este caso, es algo tan insignificante, comparado con el dinero, que quebraría la resistencia de muchos.

Cosas que pasan en el metro.

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