miércoles, 24 de febrero de 2010

Depósito lleno de ansiedad

deposito vacio

Tengo la mala costumbre de apurar hasta el límite el depósito de combustible de mi coche. Hasta que no veo que la aguja que indica el líquido que queda en el depósito empieza a suplicar por unos litros de gasolina que apacigüen su sed, no tengo la motivación necesaria para acceder a una estación de servicio.


Eso sí, en el momento en que mi cuerpo y mente se activan ante el peligro de quedarme en el arcén de los despistados e irresponsables empiezo a sentir el miedo y la ansiedad y todo tipo de sensaciones se acumulan en mi organismo.
Taquicardias, mal humor, nerviosismo, preocupación, sentimientos de culpabilidad y vergüenza se agolpan a la búsqueda de la gasolinera.

Aunque no todo son emociones y sensaciones negativas, también el cerebro se activa, la concentración se acentúa y se dirige hacia un único objetivo, parece como si todo, en ese momento, se orientara hacia la meta.

Ansiedad y miedo están relacionados íntimamente, la ansiedad se asienta en pilares similares a los del miedo, aunque éste último se desencadena ante una situación de peligro real y la ansiedad es una actitud emocional que se activa como respuesta anticipatoria ante una posible amenaza, a menudo de forma desproporcionada teniendo en cuenta la supuesta peligrosidad de la situación.

Anticipamos nuestras reacciones ante la expectativa de peligro, sentimos miedo no por el peligro en sí mismo sino por la interpretación que hacemos del mismo y de sus consecuencias.

Obviando su modalidad patológica, deberíamos ver la ansiedad como un proceso natural, común en todos los humanos y útil en el sentido de que moviliza energía, mejora el rendimiento y la capacidad para hacer frente a una posible amenaza. Se desencadena por diferentes causas aunque es destacable la ansiedad que podríamos denominar social. Aquella de la que los psicólogos advierten que se desencadena por la interacción social, por el temor a ser evaluado o criticado, por el miedo al conflicto, al fracaso o a ser rechazado.

Una negociación es, sin duda, una corriente continua de ansiedad. En todo el proceso, la ansiedad es nuestra compañera de viaje, y funciona como una cuerda que se tensa y destensa dependiendo del momento. Es algo contradictorio. Por un lado, nos activa, nos hace permanecer alerta y nos acerca a nuestros fines, pero por otro, también nos hacer caer en toda una serie de sesgos que nos alejan del mismo objetivo.

Me gustaría fijarme en este último punto, en la vertiente negativa de la ansiedad, que podríamos llevar hacia tres entornos: a lo que prestamos atención, lo que recordamos y lo que interpretamos.

Imaginémonos en una situación de conflicto donde acudimos a la mesa de negociación para tratar de acercar posturas con la otra parte. Hasta llegar a esta discusión los interlocutores nos hemos visto sometidos a una importante presión, por parte de nuestros representados, para tratar de alcanzar el mejor acuerdo para los respectivos intereses. No es una situación fácil dado que la relación se ha deteriorado por causa de este conflicto y cada uno de los lados de la mesa hemos dibujado una imagen del contrario distorsionada. La ansiedad se ha apoderado de los negociadores.

Fijémonos ahora en los pequeños detalles para ver cómo la ansiedad nos puede jugar una mala pasada. En el transcurso de la discusión la otra parte se resiste a mostrar su opinión, o lo hace de forma ambigua, acerca de uno de los puntos de la agenda. Tomemos ese detalle como un estímulo sobre el que partir.

Ante esa negativa, le abrimos la puerta a la ansiedad y tomamos ese estímulo como un indicador de peligro, como una amenaza oculta. A partir de ese momento, fijamos nuestra atención en todos los posibles estímulos, que hasta ese momento eran neutros o irrelevantes, que pueden acompañar al estímulo original. Gestos, palabras, evitación de miradas se ven ahora desde el prisma de la amenaza. Todo adquiere una mayor relevancia.

Un segundo sesgo aparece. Ese mismo estímulo se relaciona con lo almacenado en la memoria. Buscamos en nuestra historia común anteriores negociaciones donde han podido producirse episodios similares, recordamos las presiones de nuestros representados para no dejarnos manipular por el adversario, traemos a nuestra memoria y confirmamos la imagen preconcebida de nuestro contrincante.

Y finalmente, interpretamos. Ante el estímulo inicial hemos activado la vigilancia, recuperado de nuestra memoria otros estímulos y ahora interpretamos la situación como una verdadera amenaza. “Si nos ocultan su opinión, será que traman algo”, pensaremos seguramente para, a renglón seguido, iniciar nuestras propias maniobras de ocultación y llegar, en pocos minutos, a una situación de bloqueo de la negociación.

Para terminar, en relación a la anécdota inicial, me tranquiliza pensar que no soy el único con problemas con el depósito de gasolina.

jueves, 4 de febrero de 2010

El efecto Pigmalión


En 1969, J. Sterling Livingston, profesor en la Harvard Business School, publicó “Pygmalion in Management” relacionando las investigaciones realizadas hasta la fecha en el terreno de la motivación con su aplicación a la gestión empresarial. Específicamente, se centró en la influencia que parecen tener las expectativas de una persona en la conducta de otra.

A grandes rasgos, el punto de partida del Profesor Sterling se resumía en el concepto de que si las expectativas que deposita un directivo en un subordinado son altas, el desempeño de éste alcanza mayor productividad y, por el contrario, si las expectativas son bajas esto hace que la calidad de su desempeño disminuya.

En el mencionado artículo, publicado en Harvard Business Review, el Profesor Sterling describe los hallazgos de sus estudios procedentes del contexto empresarial, y que se resumen en los siguientes puntos:

□ Lo que los directivos esperan de sus subordinados y el modo en que les tratan determinan su desempeño y el desarrollo de su carrera profesional.
□ Una cualidad clave de los directivos destacados es su habilidad para crear altas expectativas de desempeño. Los directivos que sobresalen en este aspecto tienen fe ciega en sus propias capacidades para sacar lo mejor de sus subordinados.
□ Los directivos menos eficaces fracasan al desarrollar estas expectativas y como consecuencia la productividad de sus subordinados decrece.
□ Los subordinados, las más de las veces, parecen hacer lo que creen que se espera de ellos.

El efecto Pigmalión, al que se refieren sus conclusiones, es un fenómeno conocido desde los tiempos mitológicos y, en su momento, atrajo una gran atención de los investigadores de la motivación humana, siendo centro de un gran número de trabajos, sobre todo en el terreno educativo.
En este contexto se comprobó, aunque no sin ausencia de críticas, la influencia decisiva del profesor en sus alumnos: al mostrar mayores expectativas, intencionadamente o no, sobre algunos de sus alumnos éstos experimentaban un mejor rendimiento.

La teoría que se construyó a partir de estos hallazgos se conoce como la de la profecía autocumplida que se resume en que los esquemas que tenemos sobre otras personas nos hacen generar unas expectativas concretas sobre cómo son o cómo se comportan esas personas. A su vez, esas expectativas nos hacen comportarnos con ellas de una manera determinada, con lo que las influimos para que se ajusten a lo que esperamos de ellas o les impedimos que actúen de otra forma, provocando así que la expectativa se cumpla y el efecto se mantenga.

En resumen, una profecía autocumplida es una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad y, como hemos visto, el efecto puede observarse en diferentes terrenos, el empresarial, el educativo, también en el sanitario o en las relaciones interpersonales, y por qué no también es de aplicación en el terreno de la negociación.

¿Podemos predecir el éxito en la negociación?

En la fase de preparación de cualquier negociación, normalmente empezamos con una hipótesis acerca del resultado final que esperamos obtener y acerca de los obstáculos que previsiblemente encontraremos en el camino hacia dicho objetivo.

Situamos nuestras expectativas en base a las probabilidades de alcanzar nuestros objetivos, nuestra propia capacidad para lograrlos, la relación con la otra parte, nuestras alternativas o la capacidad de presión de las partes, entre otros factores. La mayor parte de ellos son aspectos que en buena medida podemos tangibilizar.

Pero hay un elemento que podemos sentir pero que es difícilmente cuantificable. Que influye determinantemente y que puede desencadenar una profecía autocumplida.

Creer en el proceso y en quien lo hace posible.

La convicción en el resultado y la confianza en quien lo hace posible son las llaves maestras que abren la puerta de los compromisos. Mostrar la debida convicción de que se puede llegar a un buen acuerdo para todos, sin duda, eleva las expectativas de éxito. La convicción infunde emociones y pensamientos positivos, necesarios para afrontar los obstáculos que encontrarán los negociadores. Y es altamente contagiosa.

Por otro lado, si nos centramos en las cualidades personales de quien se sienta al otro lado de la mesa de negociación, construyendo una imagen positiva, valorando, por ejemplo, lo que tiene de cooperativo, de apertura a nuevas ideas o de honestidad… generaremos un espacio donde el efecto Pigmalión puede tener su sitio. Al fin y al cabo, a nadie le gusta defraudar las expectativas que despierta, incluso entre quien se supone es su adversario. Y a quien se le tilda de colaborador, seguramente hará todo lo posible por comportarse como tal.

Pero las profecías autocumplidas funcionan también en sentido contrario, cuando manifestamos, directa o indirectamente, intencionadamente o no, nuestras bajas expectativas acerca del desempeño o cualidades de alguien o sobre una situación en particular, automáticamente, la profecía se cumple.

En este sentido, cuando personificamos en la otra parte a la amenaza, nos sentimos cómodos en el juego de la confrontación, dibujamos la imagen del enemigo en el otro, es previsible que anclemos la negociación en su faceta más negativa, con resultados poco satisfactorios.

Optemos por ver la negociación como una oportunidad, sin identificar específicamente el resultado, pero estableciendo altas expectativas y exponiendo siempre un talante positivo y optimista. Nuestras metas nos lo agradecerán.