martes, 20 de abril de 2010

La autoridad en uniforme

uniforme

Negociar con niños siempre es un dolor de cabeza. Cuando piensas que han comprendido que para salirse con la suya deben ceder en algo o, al menos, deberían pensar en qué forma todos podemos estar satisfechos, nos salen con posturas inflexibles, amenazas y ultimatums. Por supuesto, no podemos atribuirles culpa de ello. Es cosa de su evolución como personas, desde el punto de vista cultural y fisiológico, que todavía no ha alcanzado la madurez que le permitirá tener una visión a largo plazo y no ha llegado a desarrollar completamente la empatía con los demás, por ejemplo, dos características esenciales para resolver conflictos.

Un reciente episodio personal tiene que ver con algo de esto. Desde hace tiempo, mi hija ha adoptado unilateralmente la decisión de resistirse a utilizar la silla para niños en el coche. Sólo tras múltiples intentos, conversaciones, llamadas a la responsabilidad, amenazas de castigo y demás, accede a abrocharse el cinturón subida en tal silla que le permite viajar con mayor seguridad. Huelga decir que mi hija todavía está en edad, según los parámetros de las autoridades y la reglamentación de tráfico. No es que ella tenga 21 años y sufra un excesivo paternalismo. Simplemente está en la frontera entre dos edades, según el criterio de la DGT.

Pero todo cambió a raíz de las declaraciones por televisión de un guardia civil advirtiendo a los padres de la obligación del uso de estas medidas de seguridad para personas de determinada edad y talla, bajo pena de multa por incumplimiento. También hablaba de las nefastas consecuencias en caso de accidente para los ocupantes del vehículo. Diferentes argumentos para defender estas medidas y modificar las actitudes de quien hace caso omiso a la reglamentación.

Fue una de esas noticias breves que pasan a diario por los medios de comunicación pero algún impacto debió de ejercer en la protagonista de esta historia que, a partir de ese momento y sin ningún esfuerzo por parte nuestra, la silla volvió a ocupar su lugar y a cumplir con su papel. Ahora, la niña insiste en colocarse el cinturón y subirse a la silla en todos los desplazamientos sin necesidad de recordar esta obligación. No sé si fue por la amenaza de sanción económica o por el peligro en caso de accidente. Quizás fuese el qué o fuese el quien.

Los psicólogos sociales que han estudiado el concepto de autoridad lo saben bien. La influencia que puede ejercer un uniforme en los demás puede ser determinante para hacer cosas que, de otro modo, no harían nunca o lo harían de forma diferente. En este sentido, en un experimento algunos individuos fueron animados a someter a descargas eléctricas, en realidad falsas, a un cómplice de la investigación. Cuando los sujetos vestían como enfermeros se comportaban con menos agresividad que aquellos que vestían como seguidores del Ku Klux Klan, que ejercían mayor agresividad en su castigo. Para el autor de “Irrationality”, donde se recoge este experimento, Stuart Sutherland, parece irracional admitir que el comportamiento de alguien esté influido por la ropa que viste, pero a la vista de los resultados cabe preguntarse que si los uniformes pueden tener efectos tan fuertes en un experimento, cómo de poderosa será su influencia en aquellos que en la vida real se enfundan a diario un uniforme que les confiere autoridad.

Yo, siguiendo a la ciencia y por si acaso, me he dejado crecer el bigote y he comprado un tricornio para ejercer mi autoridad en futuras ocasiones.

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